El COVID-19 ha irrumpido violentamente en la vida pública y privada de nuestro mundo. Durante los últimos meses hemos conocido sus efectos devastadores en la salud y en la economía de las sociedades, sin embargo, su aparición también ha trastocado las fibras más profundas de la organización y convivencia en nuestros hogares. En mi experiencia, el confinamiento en familia ha sido una montaña rusa de emociones, donde han convergido la alegría infinita por ver, vivir y disfrutar como nunca a mis seres más queridos, con el estrés y ansiedad por adaptarnos y responder a la exigencia mayúscula que le acompaña.
Soy mamá de dos niños: Alejandro (de ocho años) y Julio (de dos). Durante varios meses, quizá años, anhelé poder pasar más tiempo con ellos y participar de manera más activa en su educación. Hoy mi deseo se cumplió de lleno, pero lo hago en condiciones extraordinarias, para las que definitivamente no estaba preparada. ¿Y quién podría estarlo? Mi realidad, así como la de muchas familias con hijos pequeños, es que de un día para otro las responsabilidades se multiplicaron, sin redes de apoyo de las que podamos acudir, a causa de las medidas de distanciamiento social, y sin que los días tengan más de 24 horas.
De pronto, la agenda familiar incluye escuela en casa, trabajo a distancia, atención a las necesidades físicas y emocionales de nuestros hijos, alimentación, provisión de víveres, limpieza del hogar y lo que se acumule. Todo ello, mientras intentamos gestionar nuestros propios miedos y preocupaciones para que la enfermedad no cruce la puerta de nuestros hogares, ni las de nuestros seres queridos, o que los efectos económicos de la pandemia no mermen nuestros ingresos.
Desde mi experiencia en este malabarismo improvisado, quiero compartir mis reflexiones en torno a tres aspectos principales: 1) la falta de conocimiento sobre herramientas pedagógicas y didácticas para guiar y acompañar las actividades escolares en casa; 2) la aparente imposibilidad de compaginar las actividades escolares, de crianza y cuidado del hogar con el trabajo a distancia, y 3) la necesidad de herramientas para mejorar la gestión de nuestras emociones y salud emocional.
Uno de mis primeros descubrimientos durante el confinamiento fue mi poco o nulo conocimiento sobre estrategias para captar la atención de mi hijo en las actividades escolares. Durante las sesiones de escuela en casa, mi hijo de ocho de años frecuentemente no logra concentrarse, su mente empieza a viajar y manifiesta muy poco interés en los temas que trabajamos. Eso me ha generado frustración y preocupación. En un inicio me cuestionaba si esto le sucedía también en la escuela y cómo lo resolvían sus maestras. Más allá de caer en la tentación de pensar que algo andaba mal con él o que quizá no tenía gusto o curiosidad por aprender, noté que lo que yo más necesitaba era información sobre el desarrollo de mi hijo y las fases que está atravesando (por ejemplo, cuáles son sus periodos de atención deseables o qué tanta distracción es normal), así como sobre estrategias pedagógicas, acordes con su edad, para captar su atención y que la escuela en casa no se volviera una pesadilla.
En este sentido, también reconocí la conveniencia de conocer estrategias para promover el aprendizaje empírico, esto es, algún método para transmitir el conocimiento del currículo haciendo cosas de la vida cotidiana; de manera que sea mucho más intuitivo y no genere tanto estrés a las madres y padres por tenerles que enseñar algunas cosas que muchos ni recordamos. Aunado a ello, en este tiempo se ha hecho latente la necesidad de aprender a gestionar el tiempo libre de mis dos hijos. Empezando por saber cuánto tiempo al día necesitan de esparcimiento de acuerdo con su edad, qué actividades enriquecedoras pueden realizar durante esos periodos, más allá de las tabletas y los videojuegos, qué estrategias se pueden utilizar para marcar las transiciones de una actividad a otra sin que se desate una batalla campal, y cómo podemos realizarlo mientras estamos atendiendo las otras actividades que también son prioritarias.
Lo anterior me conduce al segundo punto: la dificultad de compaginar las actividades de atención y cuidado de los hijos y del hogar con el trabajo a distancia. Me parece que este tema en particular se relaciona con nuestras propias expectativas de lo que queremos lograr y cumplir. Estamos acostumbrados a poner nuestra valía en qué tan productivos somos y, obviamente, estas circunstancias son poco propicias para la productividad. Con dos niños de las edades de mis hijos difícilmente se puede trabajar de manera ininterrumpida y, a veces, como me sucede a mí, hasta la concentración es una musa que hace mucho tiempo no me visita. Queremos cumplir magníficamente con todas y cada una de nuestras responsabilidades; nos preocupa pensar que si nuestros hijos no atienden todas sus sesiones virtuales y realizan cada una de sus tareas, ello afectará su aprendizaje y jamás podrán recuperarse; creemos que si no entregamos nuestros trabajos perfectos valemos menos y los colegas y jefes nos juzgarán implacablemente; nos torturamos pensando que ahora menos que nunca nuestra casa no puede estar sucia; nos sentimos culpables porque nuestros hijos pasan mucho más tiempo en la televisión y los dispositivos electrónicos.
Por culpas no paramos, sin detenernos a pensar que vivimos tiempos extraordinarios. Es un buen momento para dejar nuestras altísimas expectativas de lado y abrazar nuestras circunstancias, reconociendo que hacemos nuestro mejor esfuerzo. Este es el primer paso, pero sin duda es necesario definir alguna estrategia de organización familiar que nos funcione de acuerdo con cada contexto. En mi experiencia, ha funcionado el establecimiento de horarios diarios con responsables por tareas. A fuerza de prueba y error, mi esposo y yo nos dimos cuenta de que hacerlo semanalmente no funcionaba, por lo que hacemos la planeación de cada día, la noche anterior, y nos basamos en la agenda de trabajo de cada uno, en este caso privilegiamos la de mi esposo porque es quien tiene una mayor demanda laboral. Asimismo, hemos recurrido a buscarle más horas a los días antes de que amanezca o después de que los niños por fin se durmieron. Por supuesto que eso incide en que durmamos poco, lo cual afecta (aún más) nuestra salud física, mental y emocional.
Con ello abordaré el tercer y último punto, que en realidad es transversal a los anteriores, y tiene que ver con la disponibilidad emocional, física e intelectual de las madres y padres de familia. En la “normalidad” previa a la pandemia, la salud emocional no ocupaba un lugar central en nuestro hogar ni en la vida pública. Poco se hablaba al respecto, y por alguna extraña razón, se piensa (o pensaba) que estar mental y emocionalmente bien es una cuestión solo de voluntad, que se da por generación espontánea al convertirnos en adultos (y hay quienes piensan que desde siempre).
Sin embargo, el confinamiento nos ha enfrentado a nuestros propios fantasmas y ha puesto a prueba nuestra capacidad para gestionar nuestras emociones y las de nuestros hijos, ¿pero tenemos las herramientas para lograrlo?, ¿estamos conscientes de la importancia de hacer ejercicios introspectivos y trabajar con esas emociones?, ¿ponemos atención y respondemos a las necesidades que nuestros hijos manifiestan al respecto?, ¿en las actividades escolares virtuales se abordan estos aspectos?
Quizá el valor agregado de la vida en confinamiento sea precisamente el aprendizaje que construyamos sobre empatía, gestión emocional, autocompasión y auto cuidado. Colocar estas prácticas al centro de nuestras prioridades familiares y escolares puede brindarnos la calma y orientación que necesitamos para transitar en esta experiencia. Además de que tendría un efecto positivo para nuestro bienestar individual y el de nuestras familias.