El texto forma parte del libro Cuando enseñamos y aprendimos en casa. La pandemia en las escuelas de Colima, coordinado por Juan Carlos Yáñez y Rogelio Javier Alonso (2020), publicado por Puertabierta Editores y el gobierno del estado de Colima. Se reproduce para el Faro Educativo del INIDE y el sitio del Morral de la Red de Mujeres Unidas por la Educación con el permiso del autor, los coordinadores del libro y los editores.
Ma. Guadalupe Preciado Brizuela
“Pero, ¡va a pasar pronto!”. Estas fueron las palabras finales de un mensaje de voz que Melissa, de cinco años, me hizo llegar a través del celular de su mamá. Una tarde en casa, entre las muchas que este confinamiento social por COVID-19 ha traído, ocupada en actividades de enseñanza a distancia, recibí ese mensaje; una madre de familia y su hija hacen que me distraiga por un momento de la abrumadora tarea: enviar actividades a los hogares y dar seguimiento a las acciones realizadas por mi grupo de alumnos preescolares.
¿Me molesté? Por supuesto que sí. Representaba una interrupción más al tiempo previsto para mi labor docente: ¡ya era suficiente con tener a todas horas del día que estar aclarando dudas de los padres de familia, respondiendo mensajes sobre las formas de realización de cierta actividad, recibiendo fotografías mal tomadas que no me permitían obtener con exactitud una interpretación clara para validar el proceso de aprendizaje de mis niños! En fin, operando en esta nueva forma de trabajo.
Entonces, escucho a la distancia la voz de una niña. No pedía tareas, ni explicaciones, no hacía demandas para entrar a tal o cual plataforma, ni solicitaba ayuda de nada. Sólo me decía:
Te extraño mucho, maestra, yo quiero ir a la escuela con mis amigos, yo quiero ir de verdad a la escuela, te quiero ver, pero ¿sabes? Hay enfermedad y no podemos ir, un día voy a ir y me vas a ver otra vez, también mis amigos; ya no estoy triste, vamos a regresar, tenemos mucha, mucha enfermedad, pero ¡va a pasar pronto!
Atónita y profundamente consternada reaccioné ante lo escuchado, pues logró generar en mí sentimientos de nostalgia. Entonces, admito, aparecieron unas cuantas lágrimas sobre el teclado de la computadora. ¿Me apena decirlo? Claro que sí, porque estoy “grande” para ello, además soy maestra, una profesional que se supone debe, como “buena adulta y académica”, dominar emociones, saber afrontar retos. ¡Por Dios! Qué reto puede tener, ante los ojos de la sociedad, una simple maestra absorta por operar una estrategia académica nunca antes realizada, donde la didáctica la pone una y otra vez más a prueba, cuando lo indicado por sus superiores no se ajusta a la realidad sociocultural del contexto inmediato en el que se des- empeña, haciendo que se pregunte si en verdad sus acciones son acertadas, viables y productivas para generar el aprendizaje esperado en sus alumnos.
¿Una maestra de preescolar preocupada? ¿Por qué preocupada, cuando el mundo tiene cosas más prioritarias por las que vale la pena enfocarse en este momento: los cientos de miles de contagiados por el coronavirus en nuestro país, la paralización laboral de un amplio sector industrial y de comercio que afecta la economía familiar, el trabajo titánico de médicos, enfermeros y demás personal de salud?
En ese instante trascurrió una idea: si alguien observara mi actuar pensaría “¡Esas son nimiedades, niñerías, seguro por eso eres educadora!”. La idea transitaba una y otra vez por mi mente al verme y experimentar la escena en ese escritorio de casa colmado de cuadernos y libros. Y sí, eso soy, una educadora que busca incesantemente hacer valer la importancia de su función para el enorme sistema educativo mexicano que no termina de transformarse.
Que ha vivido dentro de su aula las limitantes de ser el primer nivel escolar obligatorio para la vida de niñas y niños mexicanos pero, a pesar de esto, acudir o no al jardín de niños no afecta legalmente el tránsito en el trayecto educativo. Seguimos siendo la parte “bonita” del sistema, la parte noble, aparentemente fácil, donde se requiere paciencia y creatividad, en la que la elección de la profesión parece sujeta a creencias mal fundadas sobre el simple agrado por los niños.
Pero la realidad no es así y este aislamiento social, cuyo origen radica en la preocupación por preservar la salud, nos viene a trastocar de forma ineludible al ámbito educativo, saliendo a flote muchas de nuestras carencias, pero también se abre una puerta importante para crecer juntos en aprendizajes desde cada una de nuestras trincheras. El COVID-19 ha sido un maestro que, con la más dura y enérgica acción, nos brinda lecciones para poner a prueba saberes, sobre todo del enfoque competencial para el aprendizaje.
Sentada ahí, en mi escritorio, desde casa, colmada de tareas por emprender, intentando hacer con calidad una labor educativa a la distancia, recordé que en más de un texto de la Reforma Educativa y de la alardeada “Nueva Escuela Mexicana” se menciona que el Estado debería garantizar no sólo el acceso de los niños y jóvenes a la escuela sino, ante todo, asegurar que la educación recibida les proporcione aprendizajes y conocimientos significativos, relevantes y útiles para la vida.
Entonces visualicé la compleja situación de los docentes para hacer efectivo a distancia los aprendizajes en los alumnos que la ley exige; pero también reconocí que transitar por la crisis de salud exhibía que, en materia de educación, los procesos de calidad distaban aún de las palabras a los hechos.
Por ello, en el presente capítulo es menester recordar que, por descortés que parezca, la tarea educativa tal vez no la veníamos desarrollando como era debido, teníamos un cúmulo de factores en contra sobre los cuales era necesario trabajar a nivel presencial para lograr el óptimo alcance de competencias en los infantes.
Por ejemplo, nos ocupábamos en el reto de hacer trascender los aprendizajes escolares al mundo social, con una escuela que por protección y cuidado de sus educandos se enfocó en los últimos años en convertirse en lugar “seguro” con un conjunto de protocolos, decretos, acuerdos y programas protectores de sus estudiantes; paso que fue necesario efectuar por las difíciles circunstancias sociales, familiares y emocionales de los alumnos, no obstante, al hacerlo se perdió mucha de la riqueza que el contexto comunitario coadyuvaba a brindar para el aprendizaje.
Juan Delval en más de algunos de sus libros, como Aprender en la vida y en la escuela o Hacia una escuela ciudadana, refería la necesidad de “abrir las puertas de la escuela al mundo real”, donde, por ejemplo, la democracia se vivenciara no sólo a través de un voto al cumplir la mayoría de edad, sino mediante el juego y la experiencia cotidiana, la libertad, el pluralismo y tolerancia.
¿Pero, qué nos pasó en nuestras escuelas? La realidad nos superó mucho antes de la pandemia. Convertimos la escuela en un lugar cerrado. En palabras de Emilio Tenti Fanfani (La escuela y la cuestión social): ¿qué es la escuela: una cárcel o un cuartel? La expresión que conlleva este cuestionamiento es hostil, pero totalmente cierta.
En mi jardín de niños, por seguridad, no salía más a visitas pedagógicas comunitarias, ya no acudimos a la tortillería o a la panadería, donde nos permitían elaborar y hornear, ni a la casa de un compañerito para conocer a su hermano recién nacido, a la huarachería donde presenciábamos la confección del calzado, la biblioteca pública o la casa hogar del adulto mayor donde se organizaban posadas navideñas. Estábamos “quietos” en el aula, intentando activar con toda la creatividad la construcción de un aprendizaje significativo en los alumnos, pero ahí, tras bambalinas, viendo y aprendiendo del mundo a través de una ventana del salón de clases o de una pantalla de computadora (la cual, está por demás decir, pertenece a la maestra).
Pero entonces, qué nos hizo o sigue haciendo esta pandemia: exponernos, sí, literalmente exponernos. Sin embargo, ya no continuamos ahí, juntos, codo a codo emitiendo propuestas para emprender acciones educativas. Hoy, y por irónico que parezca, a la distancia los maestros podemos evaluar objetivamente nuestras capacidades para trabajar en colaboración, conocer la realidad de los infantes en sus hogares, efectuar valoraciones procesuales de aprendizaje certeras o, incluso, si sabemos asumir nuestro compromiso docente.
Nos enfrentamos a una introspección de las propias habilidades para enseñar, porque la plataforma cambió, no sólo se trata de explicar a un alumno qué y cómo hacer las cosas, sino de hacerlo a través de un intermediario (en este caso, el padre o madre de familia), que no siempre posee la disposición, conocimiento y tiempo para asumirlo.
El COVID-19 nos obligó a abrir las puertas de nuestras escuelas, pero no como por décadas Juan Delval lo proponía en afán de gestar procesos de aprendizaje desde el entorno, a partir de los contextos inmediatos donde los educandos se ven inmersos y pueden desarrollar saberes. La pandemia fue mucho más allá, rompió de forma abrupta la idea educativa actual de que la escuela permaneciera como lugar seguro no sólo para la salud física de muchos de nuestros alumnos, sino también emocional, fuente alimenticia y de aprendizaje. Ahora nuestros estudiantes están totalmente expuestos y lejanos, a aquello de lo que tanto la escuela se preocupó por resguardar, cuidar, por evitar, por intentar subsanar.
Obviamente eso duele cuando eres una maestra que conoce a sus alumnos, que se preocupa y ocupa en ellos, por hacerles valer su más digno derecho a obtener una educación de calidad. Pero me refiero a esa calidad que trasciende a otros niveles, que permite romper las duras dificultades familiares, económicas y emocionales que se tengan, de esa calidad que descubres con los años en un vago recuerdo de la niñez, de la escuela, de los amigos y maestros que miras en una borrosa fotografía, y no recuerdas con exactitud sus nombres, pero no olvidas que fueron aquellos que compartieron contigo un baile escolar, un alimento, una experiencia que hace en ti lo que hoy eres; de esa calidad que está escrita en un decreto presidencial, pero que sólo el maestro “de a pie” que la concibe y se apropia de ella, forja.
Por eso creo que vale y seguirá valiendo la pena que una simple educadora, bajo una situación de enseñanza a la distancia, se esfuerce, inquiete y ocupe por el aprendizaje de sus alumnos, que se conmueva ante un sencillo mensaje de una niña de cinco años, que trastoque las líneas de la pedagogía con los afectos, con la preocupación de pensar cómo hacer para que mis alumnos aprendan, bajo estas nuevas condiciones que una inesperada pandemia genera. Cómo hacerlo cuando no poseen los medios materiales y tecnológicos para realizarlo, pues las familias no disponen de equipos de cómputo o datos móviles en sus aparatos celulares. Cómo, cuando la mamá labora fuera de casa en jornadas de ocho horas haciendo tortillas y no tiene tiempo, ni conocimiento suficiente, para entrar a una plataforma a descargar e imprimir una tarea.
Así es, se siente pena por molestar a un papá cuyo oficio es la albañilería y en medio de la obra de construcción tiene que atender los mensajes de las actividades que la maestra envía para su hijo y, por cierto, sólo para uno de varios.
El reto educativo tiene que considerar la forma de facilitar las consignas para que la abuelita de Valentina tenga claridad en las indicaciones y logre desarrollar con su nieta las actividades, en una dinámica familiar donde ambos abuelos, a sus 70 años, siguen laborando (él de velador, ella de lavaplatos en dos restaurantes) y, por si fuera poco, deben cuidar, alimentar y atender los asuntos escolares de seis nietos, tres de los cuales viven con ellos.
Sí, tuve que hacer adecuación curricular. Término que quedó pequeño en el reto de trabajar con mis alumnos preescolares ante la pandemia, porque busqué las formas más allá de la didáctica y la pedagogía, revisé la lista de aprendizajes esperados pendientes por trabajar, adecué mi lenguaje para intentar ayudar a que otros enseñaran y aprendieran a distancia, diseñé planes de actividades especiales para ellos. Además, seguí tutoriales y propuestas de trabajo que la Secretaría de Educación Pública (SEP) emitió, participé en las sesiones virtuales que la directora del plantel estableció para mantenernos comunicados, elaboré informes de seguimiento y carpetas de evaluación, me integré a grupos de WhatsApp del nivel preescolar, donde colegas compartían materiales educativos, descargas del pro- grama Aprende en casa, entre otros.
Pero hacer lo anterior no bastó, porque no se ajustaba a mi realidad. Agradezco y sé que la SEP puso empeño y capacidad de respuesta ante una contingencia, pero también, se mostró que la diversidad sociocultural conlleva a que cada maestro opere diferente. Yo tuve que proceder discerniendo, una y otra vez, entre el deber ser y el ser. Así que tomé mi experiencia, confié en mis capacidades, me di cuenta de que el trabajo de mi grupo sólo dependía de mi actuar, sin poder ejercer comunicación mediante aplicaciones como Zoom, Meet o Classroom.
Para dar continuidad a mi trabajo construí una guía de actividades para que los papás las efectuaran sin complicaciones con sus hijos. Cuidé de no solicitar ningún material didáctico que representara costo económico para ellos o tuvieran que salir de casa para adquirirlo. No olvidé la integración de acciones de nuestro Programa Escolar de Mejora Continua, así que incluí actividades donde se promovió la sana convivencia en casa, la autoestima y el fomento a la lectura. Formé un grupo de WhatsApp bajo la coordinación de una madre de familia, pero con quienes no tuvieron acceso a éste, mantenía comunicación a través de llamadas telefónicas directas y, con otros más, acudí a sus hogares.
Las cosas comenzaron a tomar buen rumbo, las semanas transcurrieron, pero en ese transitar comprendí aspectos im- portantes de mis niños: al enviarme las fotografías de sus tareas, podía apreciar las condiciones físicas de hogares, los observé escribiendo en el cuaderno apoyados en una cama, en un piso de tierra, sobre un par de llantas ponchadas que servía como mesa; niños sin playera, descalzos. Claro que no esperaba verlos con uniforme y calzado escolar para enviar tareas, pero también había olvidado cómo viven muchos de ellos, porque los padres, en su mayoría, se esfuerzan por llevarlos a la escuela aseados y con el uniforme de gobierno, así que pierdes a veces perspectiva por aquellas cosas que distan de la realidad.
Entonces volví a adecuar, diseñé un nuevo cuaderno de trabajo, más claro, concreto, donde los alumnos pudieran trabajar de forma autónoma, mientras que la intervención del adulto era ayudarles a leer la consigna y apoyarlos, de una manera poco demandante. Lo hice estableciendo un calendario para que cada uno llevara control. Les envié su cartuchera con colores, lápices y tijeras; el trabajo prosiguió, sabía que con algunos era necesario acudir a sus casas, en otros, como el caso de Esthela, tenía que ir con su papá a buscarlo a su trabajo, en un cruce de la avenida frente al Instituto Tecnológico de Colima, lugar donde, a la pausa del semáforo, hace una coreografía para después pasar entre los autos detenidos solicitando ayuda económica.
Así lo hice. Esta pandemia ha sido mi maestra. Me asustó, me preocupó, me alejó de mi escuela, de colegas, de los alumnos y me hizo dudar por momentos de mis capacidades, pero también me permitió entender el valioso significado que engloban los términos de enseñanza y aprendizaje. Esta contingencia sanitaria me recordó los postulados piagetianos de asimilación, acomodación y adaptación; otra vez apareció el conductismo y el humanismo, de pronto los malos con los buenos pedagogos (que en teoría había estudiado) se conciliaron, los viejos con los nuevos tuvieron un feliz reencuentro. Entonces me vi nuevamente sentada ahí, al pie de mi escritorio, conmocionada, pero profundamente feliz de ser lo que soy: una educadora.