El texto forma parte del libro Cuando enseñamos y aprendimos en casa. La pandemia en las escuelas de Colima, coordinado por Juan Carlos Yáñez y Rogelio Javier Alonso (2020), publicado por Puertabierta Editores y el gobierno del estado de Colima. Se reproduce para el Faro Educativo del INIDE y el sitio del Morral de la Red de Mujeres Unidas por la Educación con el permiso del autor, los coordinadores del libro y los editores.
María Gpe. López Cortés
El presente capítulo lo escribí pensando que volveré a leerlo cuando estemos del otro lado de la pandemia, con la esperanza de que podamos salir de ella. Quizás con el único recuerdo de que está escrito aquí y podré revivir el momento de mi último día en la Universidad y reírme o celebrar el final.
Con la misma emoción de algunos niños de primaria que asisten a su escuela por primera vez, regresé a la Facultad de Pedagogía después de unas largas vacaciones de invierno. Era mi último primer día de clases. Mientras me dirigía al aula, saqué el teléfono de la mochila y me detuve unos segundos para tomar una foto; el pasillo por donde fui y vine durante tres años y medio lucía bien: las plantas mostraban más vida, el viento las movía alegremente, celebraban que los estudiantes estábamos de vuelta.
Transcurrieron las semanas y entre mis amigas/compañeras de clase, equipo de la sociedad de alumnos y docentes, acordamos disfrutar del último semestre en la Universidad. Me emo- cionaba terminar la tesis, la graduación, el verano de investigación. Varios proyectos se avecinaban con mucho valor para mi vida laboral y yo creía estar lista para enfrentarlo.
El jueves 12 de marzo concluyó la jornada de clases, al día siguiente mi grupo y yo ya no volvimos. Ahí dijimos adiós, sin saber que era nuestro último día en la escuela. Semanas antes ya escuchaba hablar en los noticieros de ese virus letal chino que comenzaba a dejar a varios países en desastre y que, ahora, había llegado a México.
Seguimos las instrucciones de confinamiento del gobernador del Estado para evitar colapsar entre contagios masivos. El primer periodo estimado para guardarnos en cuarentena nos hizo pasar las vacaciones en casa. Se alargó el aislamiento y las playas, iglesias, oficinas y escuelas seguían cerradas. Nuestros maestros sin saber con certeza qué proseguía con el semestre nos pedían tener paciencia y, obviamente, quedarnos en casa.
Siguió el transcurso de los días y oficialmente el examen del CENEVAL, para cerrar nuestro ciclo de licenciatura, no lo íbamos a realizar como estaba planeado. Mis clases terminarían en línea, un reto total al que tuve que adaptarme.
Después de tener una vida de estudiante sin su familia en casa, a los 21 años volví a pasar semanas completas con ellos. Redescubrirme día a día para encontrar las estrategias de aprendizaje acordes a mí y ser autodidacta son parte de mi nuevo normal. Un normal resiliente ante la adversidad, como nos lo inculcaron a lo largo de la carrera.
Me he resignado a no disfrutar del final como había pensado. Ahora Zoom es el pan de cada día. La presentación del proyecto de investigación para finalizar el seminario será online, fotografías de graduada desde mi hogar y quizás sin ceremonia de entrega de certificados.
Vivo un nuevo normal que implica reflexionar en el tipo de profesional que soy. Con la responsabilidad social, la experiencia y aprendizajes obtenidos de la pandemia por la que estamos atravesando me veo obligada a transmitir la fragilidad que como seres humanos tenemos en un mundo inmenso y que ante microscópicos factores se nos voltea la vida.
También, a analizar el papel que cada persona tiene en este tiempo y promover una transformación en la educación para todos: una verdadera reforma educativa. Es tarea compleja que trae consigo lo mejor y peor de nosotros, sin embargo, comienzo por estar presente en el presente.
Que cada profesional sea verdaderamente revalorado por su labor, que los padres y madres cada vez conozcan mejor a sus hijos y puedan involucrarse más siendo ellos también instruidos en enseñanza integral. Que las estrategias sean acordes al contexto en el que vivimos. Y, sobre todo, que seamos más y mejores humanos. Pensar que las escuelas cerraron sus puertas pero que en las casas se abrieron escuelas es reconfortante.
Son diversas las lecciones que nos da COVID-19 y una de mis favoritas es reconocer que lo que hoy en día siente una persona, lo sentimos todos. Sentimos tristeza por el deseo de volver a reunirnos con nuestros seres queridos; sentimos nostalgia por las ganas de volver a pasear al aire libre o hacer lo que habitualmente realizábamos fuera de casa; sentimos la motivación para mejorar nuestra calidad de vida.
Se aproxima un cambio radical con base en todo lo vivido durante la pandemia, ahora más fuertes y humanos es posible que podamos enfrentar nuevas adversidades con un nuevo normal.
Con la misma emoción de algunos niños de primaria que asisten a su escuela por primera vez, regresé a la Facultad de Pedagogía después de unas largas vacaciones de invierno. Era mi último primer día de clases. Mientras me dirigía al aula, saqué el teléfono de la mochila y me detuve unos segundos para tomar una foto; el pasillo por donde fui y vine durante tres años y medio lucía bien: las plantas mostraban más vida, el viento las movía alegremente, celebraban que los estudiantes estábamos de vuelta.
Transcurrieron las semanas y entre mis amigas/compañeras de clase, equipo de la sociedad de alumnos y docentes, acordamos disfrutar del último semestre en la Universidad. Me emo- cionaba terminar la tesis, la graduación, el verano de investigación. Varios proyectos se avecinaban con mucho valor para mi vida laboral y yo creía estar lista para enfrentarlo.
El jueves 12 de marzo concluyó la jornada de clases, al día siguiente mi grupo y yo ya no volvimos. Ahí dijimos adiós, sin saber que era nuestro último día en la escuela. Semanas antes ya escuchaba hablar en los noticieros de ese virus letal chino que comenzaba a dejar a varios países en desastre y que, ahora, había llegado a México.
Seguimos las instrucciones de confinamiento del gobernador del Estado para evitar colapsar entre contagios masivos. El primer periodo estimado para guardarnos en cuarentena nos hizo pasar las vacaciones en casa. Se alargó el aislamiento y las playas, iglesias, oficinas y escuelas seguían cerradas. Nuestros maestros sin saber con certeza qué proseguía con el semestre nos pedían tener paciencia y, obviamente, quedarnos en casa.
Siguió el transcurso de los días y oficialmente el examen del CENEVAL, para cerrar nuestro ciclo de licenciatura, no lo íbamos a realizar como estaba planeado. Mis clases terminarían en línea, un reto total al que tuve que adaptarme.
Después de tener una vida de estudiante sin su familia en casa, a los 21 años volví a pasar semanas completas con ellos. Redescubrirme día a día para encontrar las estrategias de aprendizaje acordes a mí y ser autodidacta son parte de mi nuevo normal. Un normal resiliente ante la adversidad, como nos lo inculcaron a lo largo de la carrera.
Me he resignado a no disfrutar del final como había pensado. Ahora Zoom es el pan de cada día. La presentación del proyecto de investigación para finalizar el seminario será online, fotografías de graduada desde mi hogar y quizás sin ceremonia de entrega de certificados.
Vivo un nuevo normal que implica reflexionar en el tipo de profesional que soy. Con la responsabilidad social, la experiencia y aprendizajes obtenidos de la pandemia por la que estamos atravesando me veo obligada a transmitir la fragilidad que como seres humanos tenemos en un mundo inmenso y que ante microscópicos factores se nos voltea la vida.
También, a analizar el papel que cada persona tiene en este tiempo y promover una transformación en la educación para todos: una verdadera reforma educativa. Es tarea compleja que trae consigo lo mejor y peor de nosotros, sin embargo, comienzo por estar presente en el presente.
Que cada profesional sea verdaderamente revalorado por su labor, que los padres y madres cada vez conozcan mejor a sus hijos y puedan involucrarse más siendo ellos también instruidos en enseñanza integral. Que las estrategias sean acordes al contexto en el que vivimos. Y, sobre todo, que seamos más y mejores humanos. Pensar que las escuelas cerraron sus puertas pero que en las casas se abrieron escuelas es reconfortante.
Son diversas las lecciones que nos da COVID-19 y una de mis favoritas es reconocer que lo que hoy en día siente una persona, lo sentimos todos. Sentimos tristeza por el deseo de volver a reunirnos con nuestros seres queridos; sentimos nostalgia por las ganas de volver a pasear al aire libre o hacer lo que habitualmente realizábamos fuera de casa; sentimos la motivación para mejorar nuestra calidad de vida.
Se aproxima un cambio radical con base en todo lo vivido durante la pandemia, ahora más fuertes y humanos es posible que podamos enfrentar nuevas adversidades con un nuevo normal.